Cordial saludo
Opinión | Cómo la inteligencia artificial expulsó a Van Gogh y Frida de la eternidad
La IA nunca podrá saber, ni recrear ese «timing» humano. Ésta sólo podrá ocupar el lugar de herramienta y nunca el de espíritu creador.
Por Andrés García Barrios
Tengo una hipótesis –una más de mis habituales fantasías filosóficas– acerca de por qué la inteligencia artificial (IA) jamás podrá igualar a la creatividad humana. La idea se me ocurrió al ver esas, para mí, grotescas representaciones tan de moda en las que artistas del pasado (Van Gogh, Frida Kahlo) son convertidos en celebrities contemporáneas y atraviesan pasarelas y recorren alfombras rojas, como si hubieran renacido para el glamour actual.
Al verlas, mi pregunta fue por qué –a pesar de su impactante ilusión de realidad– me parecen un poco acartonadas, suavemente falsas (sin que esto tenga que ver con que Van Gogh luzca como el hipster que nunca habría sido y Frida como una improbable intelectual de Vogue).
¿Por qué el ritmo de sus cuerpos parece no alcanzar la velocidad del ojo sino quedarse un poco atrás, ligeramente retardado, como con una traba interna que les impide fluir; como si, al verlos, el ojo –acostumbrado a la velocidad de la vida, a la fluidez sin pausa de la vida de verdad animada (es decir, dotada de alma)–, pidiera algo más pero tuviera que detenerse, e incluso retroceder y esperar a que los dos personajes lo alcanzaran, mientras éstos avanzaran como sujetos a un mecanismo de reloj (un reloj hipersensible, exactísimo, pero a final de cuentas, un reloj, un mecanismo de reloj) que los volviera torpes, nada espontáneos ni naturales?
¿Por qué, en cambio, en la realidad, el ojo y las cosas parecen ser uno mismo, acoplarse como si fueran uno solo?
Una respuesta a todas estas preguntas la dan las teorías neurocientíficas, que, si el lector me permite, intentaré explicarle, para después asociarlas con nuestro tema.
Para empezar, dichas teorías colocan la estructura y el funcionamiento de la psique sobre una base numérica, cuantitativa. Según ellas, la cantidad de neuronas y de sus posibles interrelaciones es tan enorme que se puede decir que son “casi” infinitas, y suficientes, por lo tanto, para construir una representación exacta del derredor. Además, ejecutan esos procesos biológicos a tan inimaginable velocidad que logran que nos vivamos a nosotros mismos como seres autónomos, es decir, no como dependientes de la interacción de sustancias químicas ni de diminutos trámites orgánicos, sino como si nuestro pensamiento y, en general, nuestra mente, fueran ajenos a toda restricción física, como si fluyeran de una manera independiente de la materia (por cierto, tal sería el origen de la sensación de tener un alma).
Lo mismo ocurriría con nuestro cuerpo y nuestro entorno, los cuales son tan complejos y tan veloces a nivel molecular que, aun sujetos a leyes matemáticas, fluirían de una forma que parecería todo menos mecánica, jamás como parte de una maquinaria.
Así pues, para que la IA pudiera generar una versión exacta de la realidad tal como la vemos y vivimos, tendría que empezar por contar con un número de conexiones y circuitos semejante al de nuestra mente, y alcanzar una velocidad parecida a la de ésta (cifras que son inmensas pero que no son infinitas, y que, por lo tanto, con los avances de la tecnología actual, podemos soñar en conseguir).
Además, una vez dotada de este sustrato material, la inteligencia artificial tendría que reconstruir el entorno a las velocidades reales a las que se mueve, tomando en cuenta no solo los objetos individuales y sus dinámicas sino también la forma armónica en que se relacionan unos con otros. ¿A qué me refiero con esto último? Lo explicaré con un ejemplo. Hace un momento, mis dos gatos estaban durmiendo apacibles a mi lado, cuando de pronto, un estruendo los despertó. Aunque cada uno, como es obvio, reaccionó por su parte, uno más rápido o más brusco que el otro, sus movimientos se presentaron ante mí como “armonizados”, como si una especie de cadencia acoplara las semejanzas y diferencias entre ambos. Para reproducir esto, la inteligencia artificial tendría que recrear no solo los movimientos de cada gato sino la sutileza con que esos movimientos, en teoría independientes, se articulan entre sí (en lo que parece una fusión exacta entre mi mente y la realidad).
Otro ejemplo: en una serie de televisión que estoy viendo, una larga hilera de personajes aguardan sentados, pasmados, llenos de terror, cuando una explosión suena afuera. Cada actriz y actor interpreta su reacción personal de forma magistral, sin embargo, la reacción del conjunto se ve un poco forzada, un poco falsa. En un caso así, se trata de un error del director, pues es a él –a su mirada exterior– a quien corresponde la composición general del cuadro. Por eso, para recrear la misma situación, la inteligencia artificial tendría no solo que cumplir el papel de cada actriz y actor, sino también el del director, que crea la “realidad” del conjunto.
Lo anterior también termina de aclarar por qué percibo cierta artificialidad en Van Gogh y Frida, y es que, aun estando juntos, no siento que lo estén del todo; hay algo en su andar que no armoniza de forma espontánea con el del otro, cosa que sí ocurre cuando dos personas caminan juntas en la realidad.
Sin duda, la inteligencia artificial tiene un gran futuro como herramienta artística. Ciertamente, ha ido un poco más allá que otras herramientas pues funciona no solo recreando la realidad externa de las cosas, sino también –sobre todo– la de sus mecanismos internos, es decir aquellos que estructuran y mueven a los objetos desde dentro (esto es importante para distinguir la IA del cine y la tele, que acoplan la imagen exterior de las cosas, pero no recrean éstas, justamente, “desde dentro”).
Ese creciente dominio tanto de la forma exterior como del mecanismo interior (que para la ciencia lo son todo), es lo que nos empuja a pensar que algún día la IA podrá emprender sus propias creaciones y –gracias a sus ventajas técnicas (eficiencia y perdurabilidad, sobre todo)– reemplazará poco a poco a los humanos. Un tipo de IA así, ya no será solo una herramienta de trabajo sino un verdadero organismo autónomo, capaz de sustituir al espíritu creador.
Eso da miedo.
Un miedo, por cierto, tan legítimo como el de las personas que se negaban a ser fotografiadas por creer que la cámara les robaba el alma. Ya hace mucho que casi todos superamos esta superstición, y que sabemos que la representación construida por el artefacto no es la realidad en sí. Lo mismo nos pasa ya con el cine, que, en sus inicios, a finales del siglo XIX, hacía que la gente se parara de sus asientos por temor a que la locomotora que aparecía en pantalla arrasara con ellos. Sin embargo, temores semejantes vuelven una y otra vez, por creer –en efecto, de forma supersticiosa– que la realidad tiene un límite que se puede calcular, y que por lo tanto, podemos comprenderla en su totalidad e incluso recrearla con máquinas y mecanismos. Dada esa creencia, ahora tenemos miedo de la inteligencia artificial y de que pueda de verdad crear copias “animadas” (o sea, con alma) de nosotros mismos y nuestro entorno.
¡Terror! (insisto).
Para encontrar el antídoto a estas espantosas fantasías, tenemos que volver arriba, al principio de este texto, y repensar la idea de que la mente humana, y en general la realidad, están regidas como mecanismos (aunque aparenten lo contrario).
Pensemos, por ejemplo, en uno de los componentes esenciales de nuestra realidad y de nuestra percepción de ella: el tiempo (tan asociado, por cierto, con el ritmo del andar de Frida y Vincent). La ciencia lo relaciona con el mecanismo del reloj (Albert Einstein decía que el tiempo es “lo que miden los relojes”).
Sin embargo, escuchemos otras versiones, que parecen tan ciertas como ésta. Decía San Agustín: “Si me preguntan qué es el tiempo, no lo sé; si no me lo preguntan, sí lo sé”, cosa que, me atrevo a afirmar, interpretamos de la siguiente manera: “Si no tengo que entrar en el mundo de las preguntas y respuestas, es decir, el del razonamiento lógico y sucesivo (que, por cierto, es el mismo que el de los relojes), entonces sé lo que es el tiempo”.
Pues bien, mi hipótesis es que con este “saber” que San Agustín destaca, es con el que percibimos la realidad, es decir, la armonía misteriosa de los movimientos de dos personas que caminan juntas, por ejemplo. No lo hacemos con el conocimiento que obtenemos en el mundo de los relojes ni con el lenguaje razonador que pregunta y responde. Lo percibimos con un saber inefable (o sea, del que no se puede hablar).
Extrañamente, milagrosamente, los seres humanos podemos recrear esa misteriosa armonía a través del arte.
A través, sí. El arte es una puerta a través de la cual podemos llegar a ese otro mundo. O, más bien (y me corrijo al recordar mis tiempos, ya lejanos, de actor teatral), el arte es una habitación que une esos dos mundos, a saber, el de la realidad cotidiana, donde el milagro es tan habitual que dejamos de percibirlo, y el otro, el del arte, el del momento radiante en que conseguimos aislar ese milagro y presenciarlo con todo su brillo y su misterio (esto de que la realidad cotidiana envuelve siempre ese milagro, es una extraña, y quizás demasiado fantaseosa, forma de describir el arte, lo sé).
Ahora bien, esa habitación (construida mediante la técnica de los decorados pictóricos, o escultóricos, o musicales, o literarios, o escénicos, y a veces hasta artesanales), tiene una puerta, y esa puerta es la que hay que encontrar como artista y después como espectador, no ya a través de una técnica sino del acto creador. A veces, la puerta es lo primero que vemos cuando entramos en la habitación: eso es lo que ocurre ante obras de arte prodigiosas, como las Meninas de Velázquez o el Adagio de Albinoni. Otras veces, la puerta está más oculta.
En el arte actoral –al menos, desde mi experiencia como actor no tan malo– la puerta recibe un nombre que, para mí, es simplemente perfecto, y que estoy convencido de que se puede aplicar (si no es que se aplica ya) en otras artes. Ese nombre es timing.
El timing –trataré de describirlo, seguramente sin lograrlo– es esa especie de suspenso en el que entramos cuando una obra de arte nos deja sin aliento: el piso se separa de nuestros pies y entramos en un estado en el que el tiempo no transcurre, donde no hay un después ni un antes, donde todo tiempo y espacio es ocupado por ese resplandor simple y perfecto que nos llena y envuelve. Dura un segundo (un segundo sin antes ni después, insisto), tras el cual la puerta se cierra y volvemos a la habitación donde siguen los colores, las formas, los sonidos o los actores, así como nuestra cotidianeidad como público.
Hacer arte es tratar de encontrar la realidad tal como es en ese tiempo eterno, arriesgarse lo más posible por vivirlo. Tengo una amiga, actriz magistral, que me contó que un día en que interpretaba a una mujer del coro en una tragedia griega, apenas empezada la obra, ella se “separó del piso” –manera muy aproximada de describir lo que le ocurrió– y sólo volvió a “aterrizar” en el último parlamento, antes de que se cerrara el telón y vinieran los aplausos; de lo que aconteció entre una cosa y otra, mi amiga conserva sólo una vaga sensación, un recuerdo inubicable en el tiempo.
Se ha intentado traducir la palabra timing como “ritmo”, “sincronía” o cosas así, pero ninguna de ellas revela la vivencia de fondo. En mi práctica como actor, timing siempre fue un término insustituible, una palabra que invocaba no una forma de actuar, de moverse o decir, no un recurso técnico que se domina con entrenamiento y que, por lo tanto, se puede explicar a otros (incluso en distintos idiomas). El timing era intraducible porque era algo único, también inapresable, una experiencia sobre la que no se tiene control, un verdadero saber que se expresa en una palabra también única, como separada de todas las demás, una palabra sin lenguaje, como dice François Doltó. El timing, si se quiere asociar a como dé lugar con el tiempo (time), sería el tiempo en el que transcurren la nada y la eternidad.
El timing no se puede medir. Está presente en las artes que transcurren en el tiempo (como el teatro, el cine, la danza, la literatura, la música) pero también en las que están en apariencia estáticas, como la pintura y la escultura, pues en ellas expresa la forma en que dos o más rasgos visibles de la realidad se armonizan (misteriosamente, insisto) para conducirnos a ese otro mundo (que, como decía Leibniz, está en éste).
Ahora bien, lo que quiero afirmar (y es el propósito último de este ensayo) es que sin ese saber eterno y sin sentido, ese timing sin medida posible, toda recreación de la realidad resultará siempre artificial; y que –esto es aquí lo más importante– ese saber, por su misma condición ajena al tiempo, no puede ser parte de un mecanismo. El reloj de la IA nunca podrá saber. Ésta sólo podrá ocupar el lugar de herramienta y nunca el de espíritu creador. Como tal, como herramienta, cada vez podrá reproducir mejor aquellos aspectos de la realidad y de nuestra experiencia que son cuantificables; sin embargo, para que las obras que produzca puedan entrar (y hacernos entrar) en timing, se necesitará de la intervención humana.
Para que Vincent y Frida caminen de verdad juntos como lo hacemos todos nosotros en nuestra eternidad cotidiana, será necesario empezar por moldear la materia con la artificialmente inteligente herramienta y entrar después nosotras y nosotros a dotarla de eternidad con nuestra alma.
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Jaime Pérez Posada
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