miércoles, 17 de diciembre de 2025

Miércoles del Retail y la IA expulso a Van Gogh y Frida de la eternidad...

 Cordial saludo

Bienvenidos al Miércoles del Retail y la IA expulso a Van Gogh y Frida de la eternidad...

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Ignacio Gomez Escobar. 
Hubo una época, no tan lejana, en la que el retail de Colombia y en general el de América Latina creía que ganar era tener más: Más metros cuadrados. Más referencias. Más góndolas llenas. Más categorías que nadie pedía, pero que “había que tener”. El éxito se medía en la promesa silenciosa de la abundancia: “Aquí lo encuentras todo bajo el mismo techo”, cuando trabaje en el Grupo Éxito, ya hace muchos años, teníamos esta frase de cabecera. “Vendemos mucho porque vendemos mas barato y vendemos mas barato porque vendemos mucho”,

Durante años funcionó. O parecía funcionar. La inflación todavía no actuaba con fuerza, el costo del dinero no asfixiaba, la logística era torpe pero tolerable, y el consumidor, menos informado y más aspiracional, premiaba al que ofrecía amplitud. El surtido era símbolo de poder. De estatus comercial. De músculo.

Hoy, ese símbolo se convirtió en lastre. Sin avisar, el juego cambió. Y muchos siguieron jugando como si nada hubiera pasado.

El día en que este retail dejó de mandar

No fue un día presiso. No hubo titular ni comunicado. Fue un proceso silencioso. Primero, los márgenes empezaron a encogerse. Luego, la rotación se volvió irregular. Después, el inventario dejó de moverse como antes. Y finalmente, la caja comenzó a doler.

Ese gran templo del retail dejó de ser el centro del negocio. El centro se desplazó hacia algo menos visible y mucho más implacable: la operación. Ahí empezó otra competencia. Más dura. Menos glamorosa. La competencia por sobrevivir operativamente.

Cada SKU que no rotaba era capital inmovilizado.
Cada categoría “estratégica” sin ventas era una herida abierta.
Cada promoción necesaria para mover inventario era margen que no volvía.

El problema no era vender menos. El problema era haber construido para vender mucho… y caro de sostener.

Entonces apareció el que nunca pidió permiso

El hard discount no llegó con promesas. Llegó con disciplina.

Mientras muchos debatían experiencias, omnicanalidad y conceptos importados, el hard discount se hacía una sola pregunta brutal: ¿qué sobra? Y empezaba a eliminarlo.

Menos referencias, menos complejidad, más rotación, más control, más caja.

No era una revolución estética. Era una revolución operacional. Y eso incomodó. Porque dejó en evidencia algo que pocos querían aceptar: no siempre gana el que ofrece más; a veces gana el que se equivoca menos.

Cuando la logística se volvió juez y verdugo

Por años, la logística fue tratada como algo entre bastidores. Algo que no se veía, pero que “había que tener”. Hoy, la logística decide quién sigue y quién sale.

Centros de distribución gigantescos operando con baja eficiencia. Picking innecesario. Excesos de manipulación. SKUs que viajan más de lo que venden. Todo eso cuesta. Y en tiempos de inflación y presión de precios, se vuelve letal.

El hard discount entendió temprano que el negocio no está en la tienda, sino en el flujo. Flujo simple. Repetible. Barato. Controlado.

El retail tradicional tardó demasiado en entenderlo. Algunos aún no lo entienden.

Formatos que no están en crisis, están mal diseñados

Hay una verdad incómoda en América Latina: muchos formatos no están atravesando una mala racha. Están sufriendo las consecuencias de haber sido diseñados para un país que ya no existe, que podrían existir en otro momento: Un consumidor con menos ingreso disponible, n entorno más volátil, un costo de operar mucho más alto.

El nuevo retail no quiere brillar, quiere durar

Hoy, competir por surtido es un lujo. Un lujo caro. Peligroso. A veces suicida.

El retail que está emergiendo en América Latina no busca ser el más grande ni el más completo. Busca ser el más sólido. El que controla costos. El que rota rápido. El que entiende que cada decisión operativa es una decisión estratégica.

La competencia ya no se da en la góndola. Se da en la trastienda. En el CEDI. En la negociación. En la disciplina cotidiana.

Porque en esta región, el retail dejó de competir por ofrecerlo todo, aprendió finalmente a competir por estar vigente para un shopper con nuevas exigencias.

La MARCA PROPIA en Colombia

De alternativa barata a columna vertebral del retail. Durante años se subestimó la marca propia. Se la trató como una copia barata, un recurso táctico, un “relleno” del surtido. Ese error hoy cuesta participación de mercado. En Colombia, la marca propia ya explica más del 40% del valor de ventas en cadenas y formatos de descuento. En Latinoamérica crece a doble dígito, mientras muchas marcas tradicionales apenas defienden volumen. ¿Inflación? Sí. ¿Consumidor sensible al precio? También. Pero esa explicación es incompleta. La verdadera razón es que la marca propia dejó de ser un producto barato y de baja calidad y se convirtió en un modelo de negocio, determinante. El hard discount lo entendió antes que nadie: – La marca propia es la herramienta de negociación – Es la base de la eficiencia operativa – Es la palanca de margen – Tiene una excelente relación calidad precio – Y, cada vez más, es el vínculo de confianza con el shopper Cuando un retailer controla su marca, controla precio, calidad, surtido y narrativa. Cuando no lo hace, depende de terceros. Hoy, el mayor riesgo para un fabricante no es que el consumidor “baje de marca”. Es que el retailer ya no lo necesita y va perdiendo mercado. Y el mayor error de un retailer es creer que la marca propia se gestiona sola. Se diseña, se gobierna y se evoluciona como un activo estratégico. La marca propia no es el futuro del retail. Es el presente… y quien no lo entienda, llegará tarde.

Cruz Verde rompe el molde y lanza CruzPet, la primera farmacia para mascotas del retail en Colombia


La cadena inauguró en Bogotá la primera tienda de CruzPet, una marca enfocada en salud y bienestar para mascotas, con la que busca fortalecer su liderazgo en el sector y ampliar su portafolio hacia el cuidado integral de las familias.


Cruz Verde anunció el lanzamiento de CruzPet, una nueva marca especializada en el cuidado y la salud de las mascotas, con la que se convierte en el primer retail farmacéutico del país en integrar bajo una misma visión el bienestar humano y animal.

Con este movimiento, la compañía consolida su liderazgo en el mercado y marca un nuevo estándar en la forma de acompañar a las familias colombianas en sus rutinas de salud.

La primera tienda de CruzPet abrió sus puertas en una esquina estratégica del norte de Bogotá, ubicada en la calle 125 con carrera 17ª, donde ofrecerá un portafolio amplio y servicios enfocados en el bienestar de los animales de compañía.

Con CruzPet, la empresa busca acompañar a los tutores en todas las etapas del cuidado de sus mascotas, impulsando hábitos saludables, fortaleciendo el vínculo emocional y ofreciendo orientación experta basada en la experiencia de Cruz Verde.

“Gracias al lanzamiento de CruzPet damos un paso decisivo en nuestro propósito de brindar salud y bienestar a precios accesibles. Esta nueva apuesta, respaldada por la trayectoria y liderazgo de Cruz Verde en el sector, nos permite ampliar ese compromiso hacia las mascotas, que son miembros fundamentales de las familias colombianas”, afirmó Julio César Martínez, presidente de Cruz Verde Colombia.
Tres pilares: salud, nutrición consciente y experiencia emocional

Voceros de la compañía explicaron que CruzPet se construye sobre tres pilares esenciales, uno de ellos el expertise en salud, con un portafolio de medicamentos, suplementos funcionales, productos de higiene y accesorios para animales.

Además, nutrición consciente con alimentos diseñados para aportar a la prevención, longevidad y bienestar integral de las mascotas. Y experiencia emocional cercana por espacios cálidos que buscan fortalecer la conexión entre tutores y mascotas en cada visita.

Para Cruz Verde, el lanzamiento de esta nueva marca representa un paso clave en la evolución de su propuesta de valor. Con CruzPet, la compañía inicia una etapa orientada a acompañar integralmente a las familias, con una visión moderna y cercana que responde a las nuevas dinámicas del bienestar humano y animal.

La empresa proyecta que este modelo contribuya a fortalecer su presencia en el país, ampliando su alcance más allá del cuidado de la salud humana y apuntando a un mercado en crecimiento: el de las mascotas como miembros activos y fundamentales de los hogares colombianos.

Opinión | Cómo la inteligencia artificial expulsó a Van Gogh y Frida de la eternidad

La IA nunca podrá saber, ni recrear ese «timing» humano. Ésta sólo podrá ocupar el lugar de herramienta y nunca el de espíritu creador.

Por Andrés García Barrios

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Tengo una hipótesis –una más de mis habituales fantasías filosóficas– acerca de por qué la inteligencia artificial (IA) jamás podrá igualar a la creatividad humana. La idea se me ocurrió al ver esas, para mí, grotescas representaciones tan de moda en las que artistas del pasado (Van Gogh, Frida Kahlo) son convertidos en celebrities contemporáneas y atraviesan pasarelas y recorren alfombras rojas, como si hubieran renacido para el glamour actual.

Al verlas, mi pregunta fue por qué –a pesar de su impactante ilusión de realidad– me parecen un poco acartonadas, suavemente falsas (sin que esto tenga que ver con que Van Gogh luzca como el hipster que nunca habría sido y Frida como una improbable intelectual de Vogue).

¿Por qué el ritmo de sus cuerpos parece no alcanzar la velocidad del ojo sino quedarse un poco atrás, ligeramente retardado, como con una traba interna que les impide fluir; como si, al verlos, el ojo –acostumbrado a la velocidad de la vida, a la fluidez sin pausa de la vida de verdad animada (es decir, dotada de alma)–, pidiera algo más pero tuviera que detenerse, e incluso retroceder y esperar a que los dos personajes lo alcanzaran, mientras éstos avanzaran como sujetos a un mecanismo de reloj (un reloj hipersensible, exactísimo, pero a final de cuentas, un reloj, un mecanismo de reloj) que los volviera torpes, nada espontáneos ni naturales?

¿Por qué, en cambio, en la realidad, el ojo y las cosas parecen ser uno mismo, acoplarse como si fueran uno solo?

Una respuesta a todas estas preguntas la dan las teorías neurocientíficas, que, si el lector me permite, intentaré explicarle, para después asociarlas con nuestro tema.

Para empezar, dichas teorías colocan la estructura y el funcionamiento de la psique sobre una base numérica, cuantitativa. Según ellas, la cantidad de neuronas y de sus posibles interrelaciones es tan enorme que se puede decir que son “casi” infinitas, y suficientes, por lo tanto, para construir una representación exacta del derredor. Además, ejecutan esos procesos biológicos a tan inimaginable velocidad que logran que nos vivamos a nosotros mismos como seres autónomos, es decir, no como dependientes de  la interacción de sustancias químicas ni de diminutos trámites orgánicos, sino como si nuestro pensamiento y, en general, nuestra mente, fueran ajenos a toda restricción física, como si fluyeran de una manera independiente de la materia (por cierto, tal sería el origen de la sensación de tener un alma).

Lo mismo ocurriría con nuestro cuerpo y nuestro entorno, los cuales son tan complejos y tan veloces a nivel molecular que, aun sujetos a leyes matemáticas, fluirían  de una forma que parecería todo menos mecánica, jamás como parte de una maquinaria.

Así pues, para que la IA pudiera generar una versión exacta de la realidad tal como la vemos y vivimos, tendría que empezar por contar con un número de conexiones y circuitos semejante al de nuestra mente, y alcanzar una velocidad parecida a la de ésta (cifras que son inmensas pero que no son infinitas, y que, por lo tanto, con los avances de la tecnología actual, podemos soñar en conseguir).

Además, una vez dotada de este sustrato material, la inteligencia artificial tendría que reconstruir el entorno a las velocidades reales a las que se mueve,  tomando en cuenta no solo los objetos individuales y sus dinámicas sino también la forma armónica en que se relacionan unos con otros. ¿A qué me refiero con esto último? Lo explicaré con un ejemplo. Hace un momento, mis dos gatos estaban durmiendo apacibles a mi lado, cuando de pronto, un estruendo los despertó. Aunque cada uno, como es obvio, reaccionó por su parte, uno más rápido o más brusco que el otro, sus movimientos se presentaron ante mí como “armonizados”, como si una especie de cadencia acoplara las semejanzas y diferencias entre ambos. Para reproducir esto, la inteligencia artificial tendría que recrear no solo los movimientos de cada gato sino la sutileza con que esos movimientos, en teoría independientes, se articulan entre sí (en lo que parece una fusión exacta entre mi mente y la realidad).

Otro ejemplo: en una serie de televisión que estoy viendo, una larga hilera de personajes aguardan sentados, pasmados, llenos de terror, cuando una explosión suena afuera. Cada actriz y actor interpreta su reacción personal de forma magistral, sin embargo, la reacción del conjunto se ve un poco forzada, un poco falsa. En un caso así, se trata de un error del director, pues es a él –a su mirada exterior– a quien corresponde la composición general del cuadro. Por eso, para recrear la misma situación, la inteligencia artificial tendría no solo que cumplir el papel de cada actriz y actor, sino también el del director, que crea la “realidad” del conjunto.

Lo anterior también termina de aclarar por qué percibo cierta artificialidad en Van Gogh y Frida, y es que, aun estando juntos, no siento que lo estén del todo; hay algo en su andar que no armoniza de forma espontánea con el del otro, cosa que sí ocurre cuando dos personas caminan juntas en la realidad.

Sin duda, la inteligencia artificial tiene un gran futuro como herramienta artística. Ciertamente, ha ido un poco más allá que otras herramientas pues funciona no solo recreando la realidad externa de las cosas, sino también –sobre todo– la de sus mecanismos internos, es decir aquellos que estructuran y mueven a los objetos desde dentro (esto es importante para distinguir la IA del cine y la tele, que acoplan la imagen exterior de las cosas, pero no recrean éstas, justamente, “desde dentro”).

Ese creciente dominio tanto de la forma exterior como del mecanismo interior (que para la ciencia lo son todo), es lo que nos empuja a pensar que algún día la IA podrá emprender sus propias creaciones y –gracias a sus ventajas técnicas (eficiencia y perdurabilidad, sobre todo)– reemplazará poco a poco a los humanos. Un tipo de IA así, ya no será solo una herramienta de trabajo sino un verdadero organismo autónomo, capaz de sustituir al espíritu creador.

Eso da miedo.

Un miedo, por cierto, tan legítimo como el de las personas que se negaban a ser fotografiadas por creer que la cámara les robaba el alma. Ya hace mucho que casi todos superamos esta superstición, y  que sabemos que la representación construida por el artefacto no es la realidad en sí. Lo mismo nos pasa ya con el cine, que, en sus inicios, a finales del siglo XIX, hacía que la gente se parara de sus asientos por temor a que la locomotora que aparecía en pantalla arrasara con ellos. Sin embargo, temores semejantes vuelven una y otra vez, por creer –en efecto, de forma supersticiosa– que la realidad tiene un límite que se puede calcular, y que por lo tanto, podemos comprenderla en su totalidad e incluso recrearla con máquinas y mecanismos. Dada esa creencia, ahora tenemos miedo de la inteligencia artificial y de que pueda de verdad crear copias “animadas” (o sea, con alma) de nosotros mismos y nuestro entorno.

¡Terror! (insisto).

Para encontrar el antídoto a estas espantosas fantasías, tenemos que volver arriba, al principio de este texto, y repensar la idea de que la mente humana, y en general la realidad, están regidas como mecanismos (aunque aparenten lo contrario).

Pensemos, por ejemplo, en uno de los componentes esenciales de nuestra realidad y de nuestra percepción de ella: el tiempo (tan asociado, por cierto, con el ritmo del andar de Frida y Vincent). La ciencia lo relaciona con el mecanismo del reloj (Albert Einstein decía que el tiempo es “lo que miden los relojes”).

Sin embargo, escuchemos otras versiones, que parecen tan ciertas como ésta. Decía San Agustín: “Si me preguntan qué es el tiempo, no lo sé; si no me lo preguntan, sí lo sé”,  cosa que, me atrevo a afirmar,  interpretamos de la siguiente manera:  “Si no tengo que entrar en el mundo de las preguntas y respuestas, es decir, el del razonamiento lógico y sucesivo (que, por cierto, es el mismo que el de los relojes), entonces  lo que es el tiempo”.

Pues bien, mi hipótesis es que con este “saber” que San Agustín destaca, es con el que percibimos la realidad, es decir, la armonía misteriosa de los movimientos de dos personas que caminan juntas, por ejemplo. No lo hacemos con el conocimiento que obtenemos en el mundo de los relojes ni con el lenguaje razonador que pregunta y responde. Lo percibimos con un saber inefable (o sea, del que no se puede hablar).

Extrañamente, milagrosamente, los seres humanos podemos recrear esa misteriosa armonía a través del arte.

A través, sí. El arte es una puerta a través de la cual podemos llegar a ese otro mundo. O, más bien (y me corrijo al recordar mis tiempos, ya lejanos, de actor teatral), el arte es una habitación que une esos dos mundos, a saber, el de la realidad cotidiana, donde el milagro es tan habitual que dejamos de percibirlo, y el otro, el del arte, el del momento radiante en que conseguimos aislar ese milagro y presenciarlo con todo su brillo y su misterio (esto de que la realidad cotidiana envuelve siempre ese milagro, es una extraña, y quizás demasiado fantaseosa, forma de describir el arte, lo sé).

Ahora bien, esa habitación (construida mediante la técnica de los decorados pictóricos, o escultóricos, o musicales, o literarios, o escénicos, y a veces hasta artesanales), tiene una puerta, y esa puerta es la que hay que encontrar como artista y después como espectador, no ya a través de una técnica sino del acto creador. A veces, la puerta es lo primero que vemos cuando entramos en la habitación: eso es lo que ocurre ante obras de arte prodigiosas, como las Meninas de Velázquez o el Adagio de Albinoni. Otras veces, la puerta está más oculta.

En el arte actoral –al menos, desde mi experiencia como actor no tan malo– la puerta recibe un nombre que, para mí, es simplemente perfecto, y que estoy convencido de que se puede aplicar (si no es que se aplica ya) en otras artes. Ese nombre es timing.

El timing –trataré de describirlo, seguramente sin lograrlo– es esa especie de suspenso en el que entramos cuando una obra de arte nos deja sin aliento: el piso se separa de nuestros pies y entramos en un estado en el que el tiempo no transcurre, donde no hay un después ni un antes, donde todo tiempo y espacio es ocupado por ese resplandor simple y perfecto que nos llena y envuelve. Dura un segundo (un segundo sin antes ni después, insisto), tras el cual la puerta se cierra y volvemos a la habitación donde siguen los colores, las formas, los sonidos o los actores, así como nuestra cotidianeidad como público.

Hacer arte es tratar de encontrar la realidad tal como es en ese tiempo eterno, arriesgarse lo más posible por vivirlo. Tengo una amiga, actriz magistral, que me contó que un día en que interpretaba a una mujer del coro en una tragedia griega, apenas empezada  la obra, ella se “separó del piso” –manera muy aproximada de describir lo que le ocurrió– y sólo volvió a “aterrizar” en el último parlamento, antes de que se cerrara el telón y vinieran los aplausos; de lo que aconteció entre una cosa y otra, mi amiga conserva sólo una vaga sensación, un recuerdo inubicable en el tiempo.

Se ha intentado traducir la palabra timing como “ritmo”, “sincronía” o cosas así, pero ninguna de ellas revela la vivencia de fondo. En mi práctica como actor, timing siempre fue un término insustituible, una palabra que invocaba no una forma de actuar, de moverse o decir, no un recurso técnico que se domina con entrenamiento y que, por lo tanto, se puede explicar a otros (incluso en distintos idiomas). El timing era intraducible porque era algo único, también inapresable, una experiencia sobre la que no se tiene control, un verdadero saber que se expresa en una palabra también única, como separada de todas las demás, una palabra sin lenguaje, como dice François Doltó. El timing, si se quiere asociar a como dé lugar con el tiempo (time), sería el tiempo en el que transcurren la nada y la eternidad.

El timing no se puede medir. Está presente en las artes que transcurren en el tiempo (como el teatro, el cine, la danza, la literatura, la música) pero también en las que están en apariencia estáticas, como la pintura y la escultura, pues en ellas expresa la forma en que dos o más rasgos visibles de la realidad se armonizan (misteriosamente, insisto) para conducirnos a ese otro mundo (que, como decía Leibniz, está en éste).

Ahora bien, lo que quiero afirmar (y es el propósito último de este ensayo) es que sin ese saber eterno y sin sentido, ese timing sin medida posible, toda recreación de la realidad resultará siempre artificial; y  que –esto es aquí lo más importante– ese saber, por su misma condición ajena al tiempo, no puede ser parte de un mecanismo. El reloj de la IA nunca podrá saber. Ésta sólo podrá ocupar el lugar de herramienta y nunca el de espíritu creador. Como tal, como herramienta, cada vez podrá reproducir mejor aquellos aspectos de la realidad y de nuestra experiencia que son cuantificables; sin embargo, para que las obras que produzca  puedan entrar (y hacernos entrar) en timing, se necesitará de la intervención humana.

Para que Vincent y Frida caminen de verdad juntos como lo hacemos todos nosotros en nuestra eternidad cotidiana, será necesario empezar por moldear la materia con la artificialmente inteligente herramienta y entrar después nosotras y nosotros a dotarla de eternidad con nuestra alma.

Atento a sus comentarios... 




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Jaime Pérez Posada 

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