Cordial saludo




Hijo de una madre «psicodivergente»
Soy el menor de siete hermanos. Mi mamá y mi papá tuvieron siete hijos, nacidos sólo con la separación de un año, y de los cuales, además, uno falleció siendo bebé, víctima de la varicela que mi madre padeció durante el embarazo. Así, no es difícil pensar que ella estaría ya agotada emocional, física y mentalmente cuando yo nací, momento en que hizo explosión ese trastorno que después se extendió de forma crónica y duró hasta su muerte.
Ya era largo el dolor que venía arrastrando: nacida en Cuba, en una familia muy adinerada, era hija única y había sido educada en un ambiente de desmesura religiosa, liderado por su madre y su abuela, y sin el contrapeso de la figura paterna, pues mi abuelo se había ido de casa cuando ella tenía cinco años. Con el tiempo, a ese ambiente de presión y a esta pérdida crucial, se sumó el traslado de toda la familia a México, estando ella en plena pubertad (aclaro, mucho antes de la Revolución). Su matrimonio con mi padre –un muchacho sensible y brillante pero frágil en lo emocional– le brindó momentos de felicidad, pero no pudo protegerla de vivir la maternidad como era lo convencional en sus familias, es decir como una obligación donde no importaban ni los propios deseos ni las propias fuerzas. Así pues, llegó a la edad de veintiséis años, con seis hijos (y el recuerdo de uno de ellos muerto), a su séptimo parto.
Si la vida de mi madre había sido difícil, lo que siguió a mi llegada fue terrible. Permítanme citar lo que escribí a los trece años en una Modesta autobiografía, con humor y en verso:
Esta descripción no es del todo cierta. Al mes de que había nacido, mi madre entró en una severa crisis que la llevó a un hospital psiquiátrico. Mi padre, de vuelta del trabajo, la había encontrado de pie en un rincón del cuarto, con el rostro desencajado por el terror y una mano levantada para protegerse de la alucinación de un monstruo. El diablo, quizás.
Sus delirios siempre fueron religiosos. Mi padre –según me contó muchos años después– decidió llevarla al hospital donde él mismo trabajaba (era médico y estaba haciendo su residencia en Filadelfia, Pensilvania, ciudad donde yo nací). Ahí permaneció internada once meses, de los que regresó para celebrar mi primer cumpleaños y verme dar mis primeros pasos. Once meses en los que –según me contó ella– sufrió la cotidiana caída hacia un abismo sin fondo, en el que un día sintió estar a punto de quedarse para siempre. Logró salir siguiendo la recomendación de su médico: expresar, aunque fuera de forma desgarrada, lo que estaba sintiendo.
.- ¡Grite! –me contó ella que le decía él.
Aquel remedio se convirtió en su forma de vida. Ya en México, pasaba el día durmiendo o llorando, y aplicada a su mayor afición: leer. Por momentos, recuperaba el aliento, y entonces se vestía hermosa, en el estilo de los sesentas, y paseaba e intentaba ejercer algún empleo (casi siempre como maestra de inglés). Pero acababa de vuelta en casa, llena de dolor e impotencia.
Su otra herramienta –siempre mal empleada, de forma torpe, en exceso– eran los medicamentos, sobre todo los psiquiátricos. No paraba de consumirlos, con gran descontrol. Mi padre, desesperado, y él mismo con pocas herramientas, intentaba darle a todo aquello un cauce diferente. Pero ambos se desbordaron y la catástrofe seguía su curso.
El primer acto de este drama horrible terminó con su separación.
El segundo acto comienza con mi madre sola. Mi padre nos había llevado a todos los hijos a vivir con él, y ella se había quedado con mi abuela. Pero en mi corazón, su soledad era, ya, total. Los gritos pasaron a primer plano, quizás como recuerdo del remedio que había logrado sacarla del hospital: el deseo de aferrarse a la vida hizo que se convirtieran en su mayor recurso. Tendida bajo la fronda de tus gritos, escribí muchos años después, en un texto en el que también describía esa perpetua combinación de belleza y dolor que era su rostro: Tus dientes perfectos / en tu sonrisa rara vez dichosa.
Todo en ella se fue apagando poco a poco: su inquietud intelectual, su ser soñador, su propensión al arte, su gusto por cantar y escribir poesía, por dibujar a tinta en un delicado estilo japonés… Aquello fue sustituido por tomar medicinas (éstas fueron las que al final se la llevaron, a edad bastante temprana), leer novelas rosas y salir de vez en cuando a comprar libros y tomar un café, siempre al mismo lugar.
Recuerdo en este momento las visitas a su casa en el Día de las Madres, con una mezcla de ternura, enojo y terror, un clima de desolación y unas ganas de meterse uno debajo de las cobijas y no volver a salir. Finalmente, su sufrimiento la llevó a numerosas clínicas psiquiátricas y a intervenciones quirúrgicas de lóbulos cerebrales, las cuales no detuvieron su angustia pero sí la hicieron lenta y le quitaron algo de su esplendorosa lucidez. No su belleza y su bondad. Ni, como digo, su sufrimiento.
El final –que ya espoilié hace rato– es que los medicamentos se la llevaron, al parecer sobre todo uno que alivia mucho el dolor de cabeza, pero cuyo abuso endurece lentamente los vasos sanguíneos y acaba con la vida.
El tercer acto es el de la repercusión de todo esto sobre los que estábamos cerca. Su dolor no deja de irradiar aún ahora –cuando ella ya no está–, hacia su entorno. Quizás por primera vez, en este escrito, lo hace –para mí– en la dirección correcta, al compartirlo con ustedes, mis lectores. Pero durante décadas, la fragilidad de mi madre se propagó hacia su entorno de manera totalmente disruptiva sin que nadie nos ayudará de forma eficaz a contenerla. Digo «nos ayudara» y me refiero a mi madre, a mí, a mis hermanos, sí, pero también a todos aquellos que no sabían cómo tratarla ni qué hacer con ella, desde los más cercanos –mi propio padre, abuelos, tíos, primos– hasta aquellos de su entorno social con los que convivía ocasional o cotidianamente: su madre, vecinos, gente que pasaba…
¿Ayudarla? ¿Compadecerla? ¿Huir? Caminaba por la calle, llevaba las fotos de sus hijos y nietos a todas partes, entraba en un café, en una librería, lloraba apenas traspasaba la puerta de casa, y sus gritos se escuchaban día y noche en las casas y departamentos vecinos.
*
Cuando uno da un testimonio como éste, duda que alguien escuche. Para mí, escribir poesía ha sido siempre un intento por remontar esa duda, y algunas veces creo haberlo logrado: Cuánto dolor en ti. Un caballo con las patas enredadas, eso eras, madre. Escribí esto y lo publiqué por primera vez hace años, y recibí, por estas dos líneas, un montón de respuestas estremecidas, sobre todo de mujeres que se veían en esa imagen a sí mismas o a sus propias madres.
Confesar el propio dolor ante una comunidad implica, al menos en casos como el mío, una denuncia («Cada poema es un grito», me decía un conocedor de todo esto). Y a veces –como en el presente artículo– esa denuncia quiere ser explícita y clara. Un ejemplo es señalar que cuando hablamos de «enfermedad» mental no puedo dejar de sentir que nos estamos refiriendo a algo contagioso. Estoy muy lejos de considerar como enfermos a personas que psíquicamente divergen de lo típico. No dejo de lado el sufrimiento que emparenta a muchos de ellos con quienes tienen un padecimiento orgánico, pero estoy convencido de que la llamada «enfermedad mental» no es sino falta de oportunidades para vivir en sociedad siendo divergente.
Este problema, creo, tiene dos partes, ambas asociadas con la obsesión social por la productividad y el rendimiento, y por las relaciones humanas basadas en el intercambio.
En la primera parte, caben aquellas personas que adolecen de eso que Freud llamaba Principio de realidad y que en términos simples se denomina ser realistas: es decir, asumir que vivir es, en cierto grado, sobrevivir, y aceptar hacerlo dentro de determinados cánones sociales de subsistencia y convivencia. Lo curioso es que ese ser realistas se acaba convirtiendo rápidamente (quizás, más rápido que nunca, en el mundo actual) en un desprecio por lo emocional y un elogio de la productividad –material, intelectual, artística, espiritual–, hasta terminar convirtiendo el supuesto realismo no solo en principio sino también en medio y fin de la vida.
Pensemos ahora en estados emocionales profundos que requieren de toda nuestra atención, y que por lo tanto se oponen a esas exigencias de productividad; estados emocionales que no son necesariamente negativos ni destructivos pero que sí compiten –en algunas de sus fases– con las demandas sociales. Es esta competencia la que puede ser paralizante y hasta desquiciante. Para la mayoría, la decisión está clara: se posponen las emociones y se cumple con el mandato, y para conseguirlo tienen muchas herramientas, muchas «motivaciones». Pero para unos cuantos (al parecer, somos cada vez más), la decisión que se impone es la de atender a la emoción. Ciertas situaciones límite nos han orientado hacia una concepción del mundo que pone al frente lo que nos pasa dentro. Tenemos herramientas para vivir con ello, florecer y compartirlo, pero éstas no son del tipo de la «motivación», es decir, no nos mueven los motivos, propósitos y beneficios; no tenemos esos filtros que ayudan a otros a dosificar sus actos. Es así como, ante ciertas exigencias, quedamos como a la intemperie. Estas exigencias son de muchos tipos (no solo laborales, claro), y para algunas mujeres se presentan de forma en especial patente durante el embarazo y el postparto. De hecho, son muchas las que antes de eso no sabían que tales exigencias eran parte estructural de sus vidas, y así, de pronto, se ven sumergidas en un torbellino de responsabilidad y presionadas a realizar algunas actividades y cumplir ciertas funciones que les son ajenas.
Una de las funciones que la sociedad demanda a las mujeres embarazadas o que han dado a luz, es la obligación de sentirse plenamente realizadas con la maternidad; es decir, estar ansiosas por volcar toda su interioridad en su bebé, lucir radiantes, por completo externalizadas (a este «don de la maternidad» se opone la triste imagen de la Bella Durmiente, que es, justamente, la de la mujer que está dentro de sí, amenazada de permanecer virgen, infértil, no tocada ni por el beso de un hombre). De esa manera, mujeres que podrían vivir a plenitud sin la necesidad ser madres, o que están preparadas para vivir la maternidad sin tantas exigencias, deben someterse a éstas y vulnerar todo su equilibrio.
La segunda parte del problema tiene que ver, no ya con mujeres que, de golpe, deben aceptar que divergen de lo típico, sino con la incapacidad que tenemos todos –como sociedad– para aprovechar nuestras divergencias. Y aquí también puedo dar mi propio testimonio.
Quizás justamente por ser hijo de una mujer con psicodivergencia es que he desarrollado yo mismo una concepción del mundo basada en la solidaridad, la autonomía y la diferencia. He tenido la oportunidad de testificar en mi mismo la presencia de habilidades peculiares que he debido defender toda la vida con gran tenacidad. Un ejemplo es –creo– mi autodidactismo: aceptar que es una habilidad, casi una condición personal, ha sido una lucha sin fin, tan larga como la de intentar cumplir las expectativas paternas/sociales (o sea, patriarcales), puestas sobre mí, sobre todo como varón de mi medio social, en lo académico (¡pero qué me costaba estudiar una carrera!). La lucha ha terminado cuando por fin me he podido sentir orgulloso con mi autodidactismo, pero confieso que no ha sido fácil: aferrarme a esta autonomía significó sumergirme en profundas crisis, crisis que no sólo no le deseo a nadie sino que con gusto haré todo lo posible por ahorrarle a mis semejantes. Ese es en parte el sentido de este testimonio. Lo mismo puedo decir de cierta originalidad de pensamiento y de cierta búsqueda espiritual, cualidades a las que, con la misma tenacidad persecutoria, me vi siempre tentado a renunciar, pero que al final pude salvaguardar por un aún más tenaz deseo de cordura, consistente en aceptarme a mí mismo.
No todos tienen esta suerte. Mi madre no la tuvo. A ella, por desgracia, le tocó vivir una época diferente a la nuestra, sin tantas oportunidades para tomar conciencia. Tuvo de enfrentar batallas más duras, mismas que yo me empeño en valorar, con la gratitud de que me haya dado la vida y poniéndome a mi mismo como testimonio de su lucha. Quiero que mi madre quepa, así, en la vivencia de quienes me están leyendo.
Tal vez sea poco modesto de mi parte decir que represento la mejor parte de mi madre, pero así me gusta. Además, ¿quién dijo que soy modesto?
¡Muchas gracias!
Recordar: la llamada «enfermedad mental» no es sino falta de oportunidades para vivir en sociedad siendo divergente.
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