La modernidad nos ha hecho pensar
que todo lo que recibimos es una obligación. Quien así actúa nunca estará
satisfecho. Haga lo contrario, agradezca, y verá cómo todo cambia.
La gratitud es uno de
los dones del alma, y significa devolver a su fuente un gesto equivalente a lo
que hemos recibido en algún momento de la vida. Es, quizás, el mayor acto de
grandeza del espíritu después del perdón. Es, además, un acto de generosidad:
honrar dando de lo que recibimos, para producir abundancia y conservar el
equilibrio. Así como recibo, doy.
Pero sucede que la
modernidad nos ha contagiado de su voracidad. Y entonces sólo nos gusta
recibir. Vamos por ahí chupando, vampirizando, confundiendo talento con
oportunismo. Pareciera que sólo queremos acumular. Ignoramos que todo es un
fluir abundante, que cuando algo entra a la vida nos inspiramos para devolver:
los grandes dan a los más pequeños y estos a su vez dan a otros, haciendo una
cadena de gratitud que sigue el curso de la vida, fluyendo, pulsando,
manteniendo el ritmo del dar y el recibir: el compartir.
Ciegos
frente al milagro
La velocidad a la que
vivimos nos llevó a olvidarnos de la gratitud. Pasamos por encima de las
personas, de los eventos y de las cosas maravillosas, sin siquiera darnos
cuenta de que su existencia es, de por sí, un milagro.
Día a día nos
levantamos como locos buscando la ducha, y pasamos por ella sin darnos cuenta,
pues en un abrir y cerrar de ojos, luego de un “baño de gato”, logramos estar
de pie para empezar la jornada diaria. Tomamos una taza de cereal y nos
atarugamos con un banano mientras bajamos al parqueadero a sacar el carro a
toda velocidad, y luego tímidamente levantamos la mano para decir adiós al
portero que abrió la puerta del garaje con la poca fuerza que le queda luego de
un turno de 8 horas de vigilancia… Para dar las gracias no hay tiempo, sobre
todo si en el hermetismo del carro llevamos encendida la radio, y la blackberry
en altavoz para hablar mientras conducimos con alguien del trabajo o con un
amigo con el que tenemos un negocito entre manos.
Llegamos a la oficina
sin percatarnos de si el cielo sigue siendo azul, y vamos derechito a revisar
los mensajes que atestan el correo interno de la empresa –tarea en la que los
empleados modernos gastan la mitad de su jornada laboral–, mientras pasamos por
alto que la señora de los tintos ya tenía sobre el escritorio un mug personal
con café, un vasito de agua a la temperatura que nos gusta, y un sobrecito de
panela para endulzar, pues ella sabe que la dieta nos impide endulzar con
azúcar.
Y así vivimos: a
dieta, no sólo de azúcares y carbohidratos, sino a dieta de agradecimientos.
Parece que nos costara decir gracias mirando a los ojos a la señora de los
tintos; al portero que pone en riesgo la salud de su columna vertebral cada vez
que jalonea la puerta del parqueadero; a los padres por lo recibido, a los
amigos por su presencia, y a la vida misma porque el cielo nuevamente amaneció
azul o gris.
Nos acostumbramos a
vivir en automático, y por eso pasamos por encima de los demás, de sus
acciones, pensando que todo lo merecemos de gratis, que todo lo que nos dan es
un derecho adquirido.
Nos consumió el
apuro, y por eso nos olvidamos de mirar la belleza, no esa de los estereotipos
–a la cual sí estamos acostumbrados, pues tenemos un radar muy sensible que
detecta el contoneo de ellas o la estela de testosterona que dejan ellos–, sino
la belleza en sí, la no construida, la belleza natural que tiene el viento, la
sonrisa de un hijo, el maullar de un gato, el calorcito del sol sobre la piel
en un domingo, o del agua que nos moja cuando tomamos un baño luego de un largo
día de trabajo.
Nos acostumbramos a
pensar que estamos por encima del mundo. En medio de esa soberbia y de ese
egocentrismo tan odioso, nos convencimos de que el sol, la tierra, la lluvia,
el agua, en fin, cada cosa no es más que un accesorio del decorado de la vida,
al que no le damos el valor que se merece. Es como se comportan las divas de la
tele, esas que suponen merecer cada cosa y que llegan a grabar cubiertas con
una bata de seda, mientras se pavonean entre sus “súbditos”, menos bellos,
menos importantes, menos especiales. Seguramente así nos vemos cuando caminamos
por la vida sin agradecer, sólo mirando por encima del hombro a “lo demás”.
El
avaro no disfruta
A veces han recibido
tanto, tanto, que se ven comprometidos a devolver. Y es tanto lo que tendrían
que hacer, que toman el camino de la ingratitud, un camino menos esforzado y en
detrimento de sí mismos. Todo aquel que no agradece, tampoco toma, no hace suyo
lo recibido. Por ende, no disfruta sus logros.
Los desagradecidos
vagan por el mundo como hienas carroñeras, movidos más por el oportunismo que
por la creatividad, con la actitud de que el mundo está en deuda con ellos, de
que todo hay que dárselos, de que pueden tomar sin devolver. Ignoran que se
condenan no sólo a desarrollar una personalidad carente, sino una profunda
sensación, en el fondo, de no merecimiento. Quien no agradece lo que le es
dado, y no devuelve el gesto, se endurece y aprende a vivir copiando, hurtando,
acechando sin humildad.
El poder de la
gratitud es ir más allá de lo esperado, es saber tomar y aprender a devolver
multiplicado. Dar las gracias en las cosas simples y en las complejas. Activar
el poder de la gratitud es ir aceptando la vida con todo, con lo que viene. Es
ir bajándonos de la arrogancia, de que podemos ir por ahí tomando todo,
chupando todo, sin tener que devolver, sin dar las gracias.
Mañana, levántese un
poco más temprano, abra la cortina y respire profundo, y agradezca que el cielo
aún está ahí para usted. Póngase la mano en el cuello, muy suavecito, y sienta
cómo la sangre corre por su cuerpo; dese cuenta de que está vivo y celébrelo.
Vaya a la ducha y busque la temperatura perfecta, báñese despacio y disfrute la
manera como el agua lo recorre. No espere ir a África y regresar para
arrodillarse y bendecir el hecho de recibir agüita fresca con sólo abrir el
grifo. No espere estar al borde para valorar lo que le rodea, y deje de
calificar como “accesorio” todo lo que cree que está a sus pies.
Recuerde que
quienes lo rodean, y las cosas que ahora está observando, al igual que usted,
son un milagro.
Jorge Llano
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